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domingo, 7 de noviembre de 2010

UNA HISTORIA DE AGUA.


Soñar es un antídoto imprescindible para no morir de sed. En la isla de Acadia pasaron años sin llover, y la gente moría junto con la tierra. Trataron de hacer pozos, pero solo encontraron agua salada como el mar que los rodeaba. Durante todo ese tiempo, el  agua era traída cada quince días desde el continente, a poco más de cincuenta millas de distancia, en un viejo buque de la marina de guerra. Los habitantes de la isla bajaban por trillos escarpados hasta la costa, con largas cadenas de mulas, y regresaban al pueblo cargados con el precioso líquido, que era repartido en botellas a las familias. Muchas veces el agua era una mezcla de lodo semilíquido y algas de agua dulce, pantanosa, lo que hizo florecer en la isla toda una industria de artilugios para filtrarla. A consecuencia de la prolongación de la sequía, la agricultura desapareció, y el pescado y los mariscos se convirtieron en la dieta habitual, con la excepción de algo de arroz y frijoles que traía el barco del agua en su visita quincenal, y que era vendido a precio de diamante por el capitán de la tripulación.

Muchos trataron de mudarse a tierra firme, pero las autoridades de inmigración pusieron trabas infranqueables, para evitar que aquella turba de isleños descalzos invadiera las calles de las ciudades. Algunos entraron clandestinamente por la costa, pero fueron apresados por largo tiempo para ser devueltos a la islita después de una sublevación carcelaria y una huelga de hambre de dos meses. La prensa los llamaba “Los presos del agua”, y el representante de Acadia ante el parlamento fue expulsado a causa de sus constantes y encendidos discursos contra el Presidente, al que llegó a llamar “hijo de puta y maricón negador del agua” en una filípica inolvidable. Dos veces por año los acadios mandaban delegaciones ante el gobierno, y siempre eran recibidos por la secretaria de otra secretaria, que, invariablemente, les entregaba un memorandum copiado al carbón de otros anteriores, y que decía: “Lamentablemente, informamos que no está a nuestro alcance solucionar el problema de la sequía, pues nos es imposible hacer que llueva. Nuestros abnegados representantes de la Armada seguirán cumpliendo la honrosa misión de llevar el agua a Acadia. Sabemos que los heroicos habitantes de esa entrañable isla sabrán resistir con la firmeza que identifica a nuestro pueblo, esta calamidad".

Una tarde, Aurelia, que tenía más de sesenta años, toda una autoridad en la isla por ser la propietaria de la única tienda del lugar, y poseedora de 9 cabras con las que compartía su propia agua, convocó a todos frente a su establecimiento. Les dijo:
-       El problema del agua no aguanta más. El gobierno de tierra firme nos desprecia porque somos pobres. Se avergüenzan de nuestras mujeres y hombres depauperados por la mala alimentación y la sed. Las respuestas a nuestras súplicas solo son una anestesia engañadora para nuestro dolor. Dios no mira a nuestra islita en medio del océano. Solo nos queda apelar a la solución que el hombre busca cuando todo lo demás es imposible.
Hizo un silencio breve. Miro aquellos rostros de piel deshidratada, envejecidas de necesidad. Inhaló aire como si fuera a sumergirse en el mar, y habló como masticando cada palabra antes de dejarla salir.
-       Solo nos queda la magia.
Primero hubo un murmullo creciente, y luego una carcajada general. Solo una mujer con un niño a horcajadas sobre la espalda la miró con algo de esperanza.
-       ¿Y qué se supone que hagamos?- preguntó.
Aurelia esperó, con mirada severa, a que las carcajadas se acallaran. Cuando hubo silencio, explicó con una voz enronquecida.

-       El capitán del barco del agua conoce a alguien en tierra firme, que sabe un embrujo para hacer llover. Yo iré a aprender el hechizo. Pero eso no será gratis para nosotros.
-       ¿Y qué debemos dar a cambio? – preguntó alguien.
-       Todo. Debemos darle nuestras ovejas, todo el dinero que tengamos, las joyas, y las mulas…
La algarabía fue enorme. Se escucharon gritos de rabia y burla.
-       ¡¡¡Como si fuéramos estúpidos!!!
-       ¡¡¡Eso es una estafa!!!
-       ¡Vete a la mierda, Aurelia!
Ella soportó el aguacero de injurias.
-       Yo lo daré todo – dijo – la tienda, las cabras, el dinero y las mulas.
Los miró con rabia; y con rabia les habló.
-        Yo no dejaré nada porque ya no quiero vivir en el cadáver de lo que fue esta isla. De todas formas ya estamos muertos en esta tierra sin frutos, sin flores… condenados a morir en esta roca de sal. Si no podemos creer en los hombres, por lo menos crean en los dioses. El que quiera pagar que lo haga. El que prefiera dejar que la esperanza se vaya, ya se murió hace años. Mañana me voy en el barco del agua.
Entró a la tienda y cerró la puerta en la cara de todos. Afuera, la multitud hizo un silencio cerrado. Todos miraban abajo, escarbando con los pies en el suelo. Así estuvieron largo rato. Empezaron a marcharse lentamente. Cuando Aurelia se asomó a la ventana ya el lugar estaba vacío. Solo quedaban un montón de trazos inexplicables en el polvo.
Esa noche nadie durmió en la isla. Al amanecer, Aurelia se dispuso a marchar, cargó todo en las mulas, y juntó el rebaño de cabras. Cuando salió al camino, el corazón le dio un salto, porque delante de ella, por el trillo escarpado, iba la gente de Acadia con todas sus pertenencias, rumbo a la costa.

Allá los esperaba el capitán, un hombre con colmillos dorados, que se volvió muy diligente cuando vio el cargamento. Lo llevaron todo en una patana y lo izaron al buque, incluyendo a Aurelia. Antes de que la izaran a bordo en la plataforma de carga, un hombre de ojos grises le entregó una cadena de oro. Era de su esposa, muerta hacía una semana. “Es lo único que tengo”, le dijo. Cuando ya zarpaban, el Capitán gritó “no se preocupen que yo cuido a la vieja”. Desde la costa, aquel hombre respondió:
-       ¡Si nos engañas, te mataré!
El capitán solo le devolvió una risita nerviosa.
Aurelia nunca había estado en el continente. La ciudad le pareció estrafalaria, llena de ruidos y luces. El capitán la alojó en un hotelucho de mala muerte, y la tuvo esperando una semana por el famoso hechicero. Los tres primeros días pasó a verla, y le explicó que aquel mago estaba ocupadísimo, que era amigo del presidente y lo ayudaba a solucionar las crisis que amenazaban al país. Aurelia solo asentía, y se aferraba a su ya temblorosa esperanza. El capitán no volvió la tarde del cuarto día. Aurelia estaba sentada junto a la ventana, y lo vio pasar por la calle, allá abajo. En el pecho se veía relucir la medalla de la cadena de oro que Aurelia le había entregado como parte del trato.
Pasaron como diez días, y Aurelia fue expulsada del hotel porque no podía pagar. Se fue al puerto, y buscó por horas el barco del agua, hasta que lo encontró en un atracadero militar. A bordo había una fiesta. Allí estaba el capitán, con los ojos colorados como nunca, en medio de los hombres de la tripulación y algunas mujeres semidesnudas. Aurelia lo agarró del brazo y lo separó del grupo. Le dijo que si no veía al Mago al día siguiente, lo denunciaría, o lo mataría ella misma. El capitán sonrió y le dijo “venga mañana al mediodía”.
La anciana durmió en un muelle de madera al lado de donde estaba el barco. En la noche, los perros cazaron ratas a su alrededor. Al otro día, con el sol ya alto en el cielo, se acercó al barco. El capitán la esperaba con otro hombre, sonriente y atento. La llevaron al  portal de un bar de marineros y allí, en menos de tres minutos, el hombre le escribió en un papel pequeño, un conjuro que incluía un baño desnuda en el mar, al oscurecer.
-       ¿Cuándo me llevarán de regreso a la isla? – preguntó Aurelia.
El capitán la miró desde toda su arrogancia, y le dijo:
-       Yo no iré más a Acadia. Ya no trabajo en este barco. – se inclinó hacia adelante, acercando su rostro al de la vieja, y le susurró-  Mañana le diré a un oficial de inmigración que hay una mujer de Acadia sin permiso en el puerto. La van a meter a la cárcel si no se va. La gente de su tierra no es bienvenida aquí. Usted lo sabe.
Aurelia se apartó de ellos y fue a sentarse en la zona baja del muelle, con sus pies de piel quebrada metidos en el agua. Lloró porque desde el principio sabía que era un engaño, aunque no quería creerlo en medio de su desesperación por la falta de agua. En la noche se durmió bajo una manta de papeles y cartones con olor a pescado. Al amanecer comió en los basureros del puerto, y volvió a sentarse con los pies en el agua. Con los ojos atados a los reflejos azulados del océano estuvo por horas, hasta que alguien la llamó por su nombre. La mujer levantó la mirada. En un pequeño bote, tostado por más de cien kilómetros de mar y sol, estaba el hombre de los ojos grises que le había entregado la cadena de oro de su esposa muerta.
Él se sentó junto a la anciana, y se quedó en silencio largo rato, mirando el horizonte. Luego dijo:
-       ¿Usted sabe? Nunca antes había venido a la ciudad.
-       Yo tampoco – respondió Aurelia.
-       ¿Y qué le pareció? – preguntó el hombre.
-       Más es la bulla  - dijo Aurelia en un suspiro.
El hombre se rió.
-       ¿Tiene el hechizo? – preguntó otra vez.
-       Sí. Vámonos de aquí. – fue la respuesta de Aurelia.
Cargaron agua para el viaje en una tubería del puerto y emprendieron el regreso. Llegaron en la mañana del siguiente día. Cuando Aurelia pisó la arena, vio que el hombre del bote viraba en redondo y se alejaba.
-       ¿Usted no va a desembarcar? – preguntó desde la orilla.
-       No. Tengo algo que hacer. ¡Haga su hechizo para cuando yo vuelva! – respondió él, diciéndole adiós con la mano.
Aurelia caminó por el trillo hasta su casa. Entró y cerró la puerta. Los vecinos estuvieron un rato frente a su portal, pero luego se fueron con lentitud hasta sus casas. El pueblo quedó desierto. Al atardecer Aurelia bajó de nuevo a la costa, sola. Se quitó el vestido, y completamente desnuda entró en el mar hasta la cintura. Empezó a leer las palabras que le habían escrito en una pequeña hoja de papel. Alzó los brazos al cielo, con los ojos llenos de lágrimas. Luego salió del agua, recogió su ropa y caminó a trompicones por la senda oscura. El pueblo seguía vacío. La gente estaba encerrada en sus casas. La anciana se tiró a la cama, sin poder dormirse, rabiando y dándose tirones en el pelo. Se castigó por ser estúpida, por ser vieja, por ser Aurelia.
Ya en la madrugada escuchó un ruido extraño que parecía venir del mar. Aurelia se sentó en la cama. Afuera había gente.
-       ¡Son truenos! – gritó alguien.
Aurelia sintió presión en el pecho, y se colocó ambas manos entre los senos. En las tejas de zinc del techo sintió caer gotas, primero leves y finas, y luego estruendosas, mojando el polvo, saciando la sed de Acadia. Todavía con las manos en el pecho se asomó a la puerta. En la calle había niños, mujeres, hombres. Se mojaban en el agua que el cielo les había negado por años. Una niña llegó corriendo con una jarra llena de agua de lluvia, y se la entregó.
-       ¡Gracias, Aurelia! – dijo en medio de una carcajada.
La anciana se fue a la cama, y se durmió tranquila, serena, por primera vez en mucho tiempo. Durmió hasta el  día siguiente, en que alguien tocó a la puerta. Cuando abrió, vio al hombre que la había ido a buscar en su bote a la ciudad. Él tendió la mano y le entregó un objeto frío.
-       Le traje un regalo – dijo sonriendo y se fue.
Aurelia vio que el hombre la había entregado la cadena de oro que había pertenecido a su esposa. La apretó fuerte entre las manos, y salió a mojarse en la lluvia que seguía cayendo sobre Acadia.    

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